Un hermano tonto y un familiar desconocido (I)
Capítulo segundo. Primera parte. Hija de dos ciudades. Sobre las aguas.
Hoy solo medio capítulo, que es muy largo
Un hermano tonto y un familiar desconocido
Los fugaces no derribaron el barco forastero y, tras cobrarle el derecho de amarre, lo acompañaron hasta el puerto, en la cola de la ciudad. Aquella extraña nave había pagado con una tinaja de aceite de cachalote. Meia lo había observado todo a través de las ventanas y mientras pasaban junto al palacio no pudo apartar su mirada de los tripulantes. ¡Qué diferentes parecían! No solo la ropa resultaba extravagante sino ellos mismos. Algunos tenían la piel oscura, como la corteza del pan bien horneado, otros eran tan pálidos como ella o su hermano y todos llevaban el pelo largo recogido en colas, moños o trenzas. Incluso había hombres que llevaban la barba entretejida con huesos o grandes espinas de pescado.
Una de las mujeres vestía de un color rojo tan intenso que destacaba sobre los demás. Mientras el barco había pasado junto a las ventanas iba en la proa del barco, mirando hacia delante, agarrada al mascarón de proa. A Meia le había parecido una reina con esa chaqueta carmesí repleta de botones plateados, la imaginaba cruzando la nave de un lado a otro mientras daba órdenes a todos aquellos hombretones. Debía ser la capitana. No hubiese podido ser más interesante. Una mujer gobernando una nave del aire, nunca había oído hablar de ninguna.
No podía dejar de imaginarse ella misma así. Vestida con ropa de color brillante, elaborada con algo diferente a la piel de pescado que había usado toda su vida. Suspiraba cada poco y, siendo sinceros, había perdido toda la mañana observando las maniobras del barco. La bronca que le echó la señora de los Dra estaba justificada, pero los azotes le parecieron injustos. Lwana se había ensañado, la había obligado a ponerse sobre sus rodillas como cuando era una cría y le había castigado delante de las otras criadas. Cuando llegó a casa estaba tan dolorida como enfadada. Su hermano Anu la esperaba. Había fileteado un pez más bien pequeño y preparaba el fuego en el cuenco de las piedras de cocinar. Usaba algas secas y el elemento más importante de la casa: la vela, siempre encendida, de sebo de ballena, protegida dentro de la gran caracola.
—Hoy me han dejado traerme uno de los peces —dijo mientras sonreía.
Como aprendiz del escalafón más bajo de la cofradía de pescadores no tenía derecho ni a los peces que conseguía. La mayor parte de los días comían ojos, o la carne que se quedaba pegada a las raspas. Los días más afortunados traía huevas.
—Te han dado el más enano —contestó ella enfadada—. Siempre te dan lo peor.
Meia se sentó en la hamaca que le servía para dormir. Le dolían las posaderas. Reconocerlo le hubiese dolido aún más. Su hermano vestía más pobremente que ella: los pies cubiertos con una especie de vendaje de alga, un cinturón largo de piel de pescado que cubría a penas su calzón de tejido de laminarias secas y un cinto que le cruzaba el pecho donde aún se veía algunas de sus herramientas de pescador. Llevaba el pelo recogido en un moño que se sostenía gracias a una espina labrada y un pendiente de hueso blanco que lo identificaba como miembro de la cofradía.
—Solo soy un aprendiz —dijo Anu mientras se encogía de hombros—, pero esta tarde me toca estar en las cuerdas de mejillones, así que, si prefieres, resérvate para la cena. Traeré algunos gordos si puedo robarlos.
—¿Cómo vas a preparar el pescado?
—A la piedra, claro.
—¿Has lavado las piedras? El otro día usamos estiércol para el fuego y olía mal.
—Qué delicada mi hermanita —se burló Anu—, aún queda algo de aceite de cachalote, pásamelo si quieres y enciendo el fuego con él.
—Pero ¿has lavado las piedras?
—Sí.
Meia se levantó de la hamaca y se sacó los zapatos de piel para moverse con más facilidad por el suelo hecho de redes semirrígidas. Sacó las piedras de asar del viejo baúl de marfil de su madre y las olisqueó con desconfianza.
—¿De verdad?
—No, pesada. No las he lavado. No he tenido tiempo para bajar con ellas hasta el mar, pero no huelen ya y las he frotado bien.
—Sí huelen.
—¿Quieres comer pescado o no?
—Bueno, está bien. Toma —dijo Meia mientras le daba las piedras y una calabaza rodeada por una canastilla de algas y cerrada con un tapón de barro—, aún queda bastante aceite. No seas rácano. ¿No le podemos poner algo?
—¿Algo como qué?
—No sé, hierbas, sal de la buena, algo.
—Si has robado alguna de esas cosas de la casa de los Dra…
—No.
—Entonces no tenemos.
—Debería hacerme salinera.
—¿Tú? —se rio Anu— ¿Vas a descolgarte hasta el mar para recoger el agua en cántaros enormes o vas a pasarte el día con los pies metidos en el agua saturada de sal mientras la remueves?
—Puedo hacer ambas cosas.
—No tienes fuerza para subir esos cántaros y, ¿has visto los pies de las salineras? Además, hay muy pocos puestos en las salinas y tu trabajo es de los mejores. No te quejes tanto.
—Si fuese salinera tendríamos toda la sal que quisiera.
—Ya, y como yo soy pescador nos damos unos banquetes de filete de ballena un día sí y el otro también. Vamos, Meia, la sal pertenece a los Mura, lo mismo que casi todo el pescado pertenece a los Yum y las piedras de volar son de los Dra.
Meia resopla. Su hermano la observa divertido.
—¿Qué te pasa hoy?
—Nada.
Meia observa a su hermano volcar apenas un chorro del contenido de la calabaza sobre la paja humeante, esperar a que la llama se estabilice y colocar hábilmente las piedras sobre el cuenco.
—Sí que te pasa.
—No
Aparta su mirada de su hermano y observa las canastas de vivienda que los rodean a través de uno de los muchos agujeros que tiene la pared trenzada. Puede ver a la mayoría de los vecinos, y ellos pueden verlos. No se pueden guardar secretos en bajociudad, las paredes están hechas literalmente con redes de pescar.
—Vamos, dime lo que te ha pasado.
Meia acaricia una de las costillas de ballena que le dan forma a la casa. Recorre una quinta parte de la pared hasta unirse mediante un hábil entretejido con la siguiente de las cinco que forman el círculo horizontal. Suspira un momento antes de decidirse a hablar.
—Me han azotado. Lwana me ha dado con la vara en el culo delante de todas las demás.
Anu la mira un momento con desaprobación. Casi de inmediato vuelve al cocinado, está intentando que no se pegue la piel del pescado en la piedra de asar. La piel es lo mejor.
—Vaya, ¿qué has hecho?
—¿Por qué tengo que haber hecho algo? Lwana es mala —rechazó ella, mientras sigue observando el exterior.
—¿Qué has hecho?
—Nada.
—¿Y por qué te han azotado?
—Porque Lwana me odia.
—Ya.
Anu abandona un momento su tarea y cruza con la agilidad propia de un pescador el suelo tambaleante. Escoge un par de platos viejos de su madre y le alarga uno a su hermana.
—Meia, tu trabajo es muy importante, sin él no tendríamos nada de sal, ni el aceite para cocinar y no sé si podríamos haber conseguido este cuenco de brasas tan bueno. No pierdas el trabajo —le dijo mientras ella cogía el plato.
—No ha sido culpa mía.
—No pierdas el trabajo. Mira en el baúl, creo que queda un poco de hierba flor, le pondré un poco al pescado.
—¿Tenemos hierba flor? —dijo ella mientras dejaba descuidadamente el plato en su hamaca y cruzaba hasta el baúl.
—Un poco. Busca una bolsa pequeña y dámela.
—Me gusta la hierba de flor.
—Ya que estás buscando, pásame las espinas de ensartar. He traído ojos grandes.
—Que asco. Yo no quiero ojos —Era mentira le encantaban los ojos asados, pero hoy pensaba quejarse por todo.
Anu era realmente hábil limpiando el pescado y ensartándolo en espinas para colocarlo sobre el fuego. No dejaba ni una escama y decoraba cada brocheta con uno de los ojos del pescado. Le encantaba el ojo asado, era lo mejor. Le gustaba aún más que las huevas. Su hermano, además, se las apañaba para sacar un caldo muy sabroso de las cabezas y las espinas. Muchas veces cenaban ese caldo. Le gustaba esa agua de pescado hervido, le recordaba a su madre de verdad, aunque su madre siempre tenía sal de la buena, hierbas aromáticas y le añadía migotes de pan. Desde que ella murió no habían vuelto a comer pan bueno.
—No digas tonterías, te encantan los ojos, Meia.
Meia bufó e intentó sentarse de nuevo, pero le dolía demasiado el culo, así que se quedó apoyada en una de las paredes colocando las manos detrás mientras observaba a su hermano hacer su magia con el pescado. Anu realmente conectaba con los peces, como si hubiese nacido para ello. Tenía intuición con los cebos y maña a la hora de bregar contra los que picaban. Cuando pillaba uno, uno de los grandes, se veía en sus ojos el brillo de orgullo del trabajo bien hecho. Distinguía las especies incluso bajo el agua y se podía pasar largo rato hablando de cada tipo de pez como si fuesen obras de arte.
—Voy a pedir pan —dijo Meia.
—No lo hagas, ya le debemos una torta a Tomem.
—Pues se lo pido a Kem.
Anu la miró con desaprobación mientras giraba las brochetas. Las pieles del pescado ya estaban crujientes y brillantes. Olían bien.
—No lo necesitamos, déjalo, con el pescado hay suficiente.
—Voy a pedir pan.
Meia salió a la pasarela colgante que unía el canasto con el resto de las casas de bajociudad. El pescado sabía mucho mejor con algo de pan, aunque fuese viejo y mohoso y por pedir un poco no pasaba nada.
El mar se veía tranquilo ese día, limpio y de un color verde oscuro, lo que solía significar que la pesca sería buena. El largo pasillo colgante que unía las casas cesta más cercanas a la que compartía con su hermano a penas se mecía y no había rastro de las nubes. Se habían disipado con el calor de la mañana. Los pescadores, los agricultores y los criadores de pájaros habían regresado de sus trabajos y estaban todos comiendo o preparando la comida. No tenían demasiado tiempo. Los turnos de tarde empezarían muy pronto. Los hombres y mujeres hablaban animadamente sobre unas vidas que, aunque pobres, en sus bocas sonaban felices. Algunos niños correteaban por las pasarelas de red, persiguiéndose unos a otros. Cualquiera que no haya vivido toda su vida en la bajociudad temería por ellos, pero aquellos niños habían nacido ya colgados de las redes.
Al pasar junto a la casa de Tomem su mujer, Narai, la mira con desprecio y le dice desde el otro lado del agujero en la malla que le hace de ventana:
—No te vamos a prestar más pan. Apenas tenemos suficiente para todos los críos y mi Tomem necesita alimentarse bien para subir toda esa agua salada.
—No os lo iba a pedir —contestó Meia sin mirarla directamente.
—Y nos debéis dos hogazas.
—Creo que solo es una y estamos a punto de poder devolvértelas.
—Son dos —dijo la mujer del salinero, al tiempo que reafirmaba su gesto con dos dedos de una mano y señalando a Meia con una cuchara de hueso de ballena manchada de engrudo de mejillón y harina—, pero dile a tu hermano que en lugar de pan saldaría vuestra deuda por unas buenas pieles de takir, si pesca alguna vez alguno. A Lamai le están empezando a crecer los pechos y tendré que fabricarle alguna prenda de sostén.
La imagen de la niña de Tomem de piel muy oscura y pelo ensortijado cruzó la mente de Meia. No le caía nada bien. Sabía que se pavoneaba de ser mucho más alta que ella siendo mucho más joven. A pesar de lo que dijera su madre no le habían crecido los pechos todavía, pero ya le sacaba un palmo de altura y lo comentaba cada vez que tenía oportunidad. Ambas trabajaban en la casa de los Dra, aunque la hija de Tomem, al no tener aún ni pieza de ropa superior, se limitaba a ayudar en las cocinas acarreando bultos de aquí para allá. Nadie lo decía, pero Meia estaba convencida de que el pan que siempre tenían en casa de Tomem se horneaba con la harina que Lamai robaba del palacio.
—Se lo diré. ¿No prefieres que te consiga un poco de jabón? —dijo Meia mirándola directamente a los ojos. No era muy probable que pudiese robar ni una pequeña onza de jabón, pero no podía dejar pasar la oportunidad de restregarle a la cara que su trabajo era mejor que el de su hija y tal vez que el de su marido.
La envidia se asomó a la cara de su vecina un breve instante, para dejar paso casi de inmediato a un gesto de desprecio.
—¡Bah! ¿Quién necesita jabón? ¿Tú lo usas en tu casa?
—Alguna vez —mintió ella.
—Me parece un desperdicio, la verdad. No, mejor dile a tu hermano que me consiga pieles de takir y yo le conseguiré pan.
—Se lo diré, pero se pescan pocos y sus pieles van directamente a la casa de ropas. No es muy probable que le den una.
—Tú díselo y recuérdale que nos debéis dos hogazas. Dos. No una, sino dos —dijo al tiempo que removía con decisión la sopa de algas que estaba preparando— Tu madre dejó a deber mucha sal a mi marido cuando murió y mejor no te hablo de todo lo que nos debe tu madre adoptiva.
—Eso lo tratas con ella. Ya no vivimos de su casa —dijo Meia con desagrado antes de apretar el paso.
Se alejaba farfullando contra la familia de Tomem, cuando, en un cruce, casi choca con un extranjero. Era un hombre no muy alto, fornido, con unas largas melenas de pelo liso y sucio, que llevaba trenzado con adornos de marfil de ballena. Lucía una barba que le llegaba hasta la mitad del pecho de un color oscuro sin llegar a ser negro, resaltado por algunos mechones blancos. Cuando subió la mirada descubrió unos ojos verdes con toques de gris, muy similares a los suyos, aunque más afilados.
—Cuidado chica, ¿a dónde vas con tanta prisa? Casi te tiro por la borda, niña —dijo el extranjero con un acento que dejaba claro que no era de la ciudad.
Su vestimenta también lo confirmaba. Llevaba unos pantalones que le cubrían desde la cintura hasta más abajo de la rodilla, como si fuese un hombre rico. Sin embargo, estaban remendados mil veces, con telas de varios tonos y materiales, mezclando tejidos de diversas algas con pieles de pez, lo que los situaba entre los hombres menos afortunados. Calzaba unos mocasines de piel suave, de un color que Meia no había visto nunca y que parecían amoldarse a sus pies a la perfección. Un calzado probablemente carísimo como los que llevan los oficiales de las naves del aire.
—¿Sois parte de la tripulación del barco que ha llegado hoy? —preguntó ella.
El hombre la observó inquisitivamente. Una media sonrisa asomó en el enmarañado bosque de su barba.
—Se podría decir que así es —contestó él al tiempo que se apoyaba en la cuerda principal que sostenía el puente en uno de sus lados y lo hacía oscilar un poco.
No cubría la parte superior de su cuerpo más que con una cinta de piel de pez que iba desde su hombro derecho hasta su cadera izquierda y en la que llevaba varios cuchillos de hueso pequeños. Entre ellos destacaba una daga de piedra negra y afilada que debía costar una fortuna, pues su mango era de madera y metales brillantes. Sobre los hombros llevaba una especie de chaleco oscuro de piel sin desescamar que lo hacía brillar como un takir recién pescado. El resto era su propio cuerpo, peludo, como empezaba a ser el de su hermano, aunque mucho más viejo y curtido.
—¿La mujer de la chaqueta roja es la que gobierna el barco? —se atrevió a preguntar Meia.
El hombre se rio a carcajadas unos segundos, antes de contestar mucho más serio:
—Por la sagrada Emu que también se podría decir que sí a eso. —A lo que acompañó ya como para sí mismo con unas cuantas palabras casi susurradas—. Ya digo que se podría, desde luego que sí.
—Debe ser hermosa —dijo Meia.
—Por los divinos que lo es. ¿Nos has visto llegar, niña?
—Toda la ciudad os ha visto y se ha asustado, señor. Menos yo. La flota no está y todos temían que fuese una nave saqueadora.
El hombre la mira con atención entornando un poco los ojos.
—¿Y tú no tienes miedo, niña?
—No. Yo ya no tengo miedo a nada.
—Tal vez deberías. Puede que sea un saqueador dispuesto a raptarte y a venderte al peso a los nómadas o a la Ciudad Anclada. Seguro que daban un buen dinero por ti. Los devoradores de hombres no lo harían —dijo mientras la miraba de arriba abajo— Pareces un saco de huesos. No tendrían ni para un desayuno.
Aquello enfadó a Meia.
—No soy un saco de huesos y tengo prisa. Además, es mentira que haya gente que se coma a otra gente. Adiós —dijo antes de pasar junto al hombre en dirección a la casa de Kem. Kem siempre le daba algo de pan. Mira que llamarla saco de huesos.
—Adiós, saco de huesos —dijo él en tono burlón—. Siempre da gusto conocer a mujeres con carácter. Me recuerdas un poco a la que gobierna mi barco. Antes de desaparecer, niña, ¿sabes dónde vive Lwana? Así de alta —añadió mientras indicaba con la mano la altura de su madre adoptiva—, pelo negro, ojos negros, caderas anchas, tenía un hijo con Kelmo, un criador de aves, cuando la conocí.
¿Por qué andaría buscando aquel marinero estrafalario a su madre adoptiva?
—La llamaban Ele la enredadora en aquellos tiempos. ¿Sabes dónde vive?
¿La enredadora? No conocía ese apodo. Nunca les había contado que tuviese nada que ver con los pescadores, y no la imaginaba bajando a los trapecios de pesca, ni reparando redes o cañas. De hecho, no la imaginaba haciendo nada excepto mantener la canasta de Kelmo y servir en la casa de los Dra.
—Lwana, la mujer de Kelmo el aviero, vive hacia allá. Cerca del tercer cruce de puentes por el camino del que venías. Es fácil de encontrar. Busque la casa más llena de niños y la más ruidosa. Ahora tiene algunos hijos más que cuando la conoció.
El hombre sonríe mostrando unos dientes verdosos.
—Este Kelmo sigue siendo un bribón. Gracias, saco de huesos, seguro que nos volveremos a ver.
Esperemos que no, piensa Meia, y le da la espalda